OPINIÓN 27/11/2024
Por María Nicolau
En las recientes inundaciones de Valencia, el tazón de caldo que se prepara para una vecina o un amigo que acaba de perder a un ser querido no va destinado a satisfacer su necesidad de agua con nutrientes, sino a hacerle saber que no está solo
La vida, para mí, no está tanto en las noches de agosto al aire libre como en las tardes de noviembre en casa, cuando el alma se cobija del frío y se repliega en su alcoba, dentro del cuerpo, como un gato se enrolla sobre sí mismo y se deja caer en una mantita puesta sobre un cojín. Entonces se asienta, y la noto. Tiene la misma luz cálida, mantecosa y crepuscular de las llamas que refulgen en la chimenea encendida. Pesa exactamente igual que un cuenco de crema de calabaza caliente sostenido entre las manos.
¿Podría cargar al perro en brazos si de súbito viniera una riada catastrófica a llevárselo todo? ¿Se dejaría coger sin forcejear? ¿Se estaría quieto mientras tiran de nosotros con un gancho cogido a un cable hacia un helicóptero? La de cosas que se plantea una cuando no saber qué hacer ni qué decir... Hija me devuelve a tierra firme. Demanda un poco más de crema de calabaza para su bol.
Toda mi vida ha girado en torno a la cocina. Le he dedicado más de 25 años de profesión a cambio de dinero. De lo que he ganado, he invertido la mayor parte en visitar restaurantes o comprar para guisar. Tengo tres pares de pantalones tejanos y los tres están a punto de cumplir la mayoría de edad. Nunca he encontrado una inversión que me ofreciera un retorno comparable al que me dan cocinar y comer. Y, aun así, la cocina, desnuda de todo lo que no sea estrictamente ella misma, cuando se reduce a una sucesión de fórmulas que combinan grados, gramos y minutos, no me interesa lo más mínimo. No compro recetarios como no leo diccionarios. Ahora bien: cuando la cocina se hace verbo y se transforma en acción encarnada, entonces no puedo creer que exista otra disciplina tan al alcance de todos nosotros, con independencia de nuestros talentos; tan parte de todas y cada una de las vidas cotidianas; tan útil para canalizar y sublimar lo mejor de la condición humana; tan capaz de expresar, de contar con elocuencia, de alcanzar adonde las palabras no llegan.
Hemos visto en las imágenes de Picanya a grupos de migrantes acabados de llegar de Afganistán, Siria, Georgia o Venezuela, hasta ahora alojados en un recurso social de Cruz Roja hoy completamente inundado, cocinando sin agua corriente y sin luz, en fogatas en la calle, los guisos tradicionales de sus países de origen con los ingredientes que han podido salvar de la devastación causada por la DANA, para repartirlos entre quienes hoy son sus vecinos.
Hemos leído las palabras de Ricard Camarena, que lleva días repartiendo tráilers con decenas de miles de raciones de comida por día entre los afectados por el desastre: “Si solo puedes sacar barro, pues saca barro. En siete días lo estaré quitando yo. Pero estar al servicio de los demás y ver que con lo que haces puedes mejorar en algo su vida es de las cosas más bonitas que hay. No hay una sensación que supere a esa”. También nos lo han contado Begoña Rodrigo: “me hice 40 viajes con mi moto para repartir bocadillos y dar abrazos”; y Vicky Sevilla: “estamos entre ayudando y en shock. La impotencia que sentimos es enorme, así que nos ponemos a cocinar, que es con lo que más podemos apoyar”.
En todas estas escenas sale a relucir esta cualidad de la cocina de servir no sólo para proporcionarle a un cuerpo-máquina destinatario las sustancias que necesita para seguir funcionando, sino también, y primordialmente, para alimentar al alma con motivos para seguir viviendo. Al alma de quien recibe la cocina y al alma de quien la ofrece.
El tazón de caldo que se prepara para una vecina o un amigo que acaba de perder a un ser querido no va destinado a satisfacer su necesidad de agua con nutrientes, sino a hacerle saber que no está solo, que le acompañas en el sentimiento, que tu hogar es refugio, que querrías aliviar su dolor; y a la vez calma la sensación de vulnerabilidad e impotencia del que no sabe qué decir.
La sopa de arroz con una hoja de laurel que se cocina cuando un hijo está pocho significa “quiero que te pongas bien, y necesito sentir que estoy haciendo algo útil para conseguirlo”, contra el Coco Terribilis de las madres y los padres, que es esa fiebre inexplicable que no se va. La sopa de arroz funciona por el mismo principio activo sanador bidireccional que da poderes a la tirita: anuncia que alguien atento ha pasado por allí y ha querido dejar constancia de ello con un lacre de tela rectangular estampado de Star Wars o de Peppa Pig que reza “mamá está pendiente y se ocupa, aunque no sepa exactamente qué pasa ni cómo arreglarlo”.
El fuego de la cocina calienta por igual a quien lo prende y a quien se lo encuentra encendido. Llega hasta a aquellos que lo vemos, preocupados, desde lejos. Gracias. Que no se apague nunca.
FUENTE: Maria Nicolau / El Comidista
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